lunes, 4 de julio de 2016

El cuervo



Mi versión de El cuervo, de Edgar Allan Poe. Por supuesto, podéis disponer de ella libremente. Recitar en voz alta unas cuantas estrofas en las noches de insomnio suele ayudar a conciliar el sueño. Felices pesadillas...














Una vez, a medianoche, mientras cavilaba exhausto

sobre algún raro volumen de antigua sabiduría,

vencido ya por el sueño, oí de repente un ruido,

como si alguien suavemente diera golpes en mi puerta.

“Algún visitante -dije- que está llamando a mi puerta.

Solo es eso, y nada más”.



Ah, recuerdo claramente aquel diciembre sombrío.

Los rescoldos dibujaban en el suelo sus reflejos,

y yo anhelaba la aurora, pues en vano había buscado

en los libros el olvido de la perdida Leonor,

la doncella que los ángeles llaman por siempre Leonor,

solo ellos, nadie más.



Y un sedoso, triste, incierto rumor de rojas cortinas

me llenó de mil terrores como nunca antes sintiera,

tales que para calmar mi corazón me alcé y dije:
“Es sin duda un visitante que en mi casa pide entrar,

un tardío visitante que en mi casa pide entrar.

Solo es eso, y nada más”.



Mi alma entonces se templó, y ya sin titubear,

“Señor -exclamé- o señora, os ruego me perdonéis;

pero me ha vencido el sueño, y tan quedo habéis llamado,

tan suave, tan suavemente habéis llamado a mi puerta,

que no sabía si había oído bien”. Y abrí la puerta.

Noche fuera, y nada más.



Escruté la oscuridad con temor y con asombro,

dudando, soñando sueños que antes nadie osó soñar.

El silencio no fue roto, nada perturbó la calma;

la única palabra dicha fue la palabra “Leonor”,

que yo susurré, y el eco me la devolvió: “Leonor”.

Tan solo eso, y nada más.



De nuevo en mis aposentos, y con el alma inflamada,

volví a oír unos golpes, y eran más fuertes que antes.

“Seguramente -me dije- algo golpea mi ventana:

veré, pues, de qué se trata, aclararé este misterio…

Calmaré mi corazón y aclararé este misterio…

Es el viento, y nada más”.    



Abrí y entonces, de pronto, con vivaz revoloteo,

irrumpió un cuervo solemne, ave de tiempos antiguos.

No mostró temor alguno ni vaciló un solo instante:

con aires de gran señor se posó sobre mi puerta;

sobre un busto de Atenea, justo encima de mi puerta,

fue a posarse, y nada más.



El ave de ébano indujo a sonreír a mi alma triste

debido al grave y austero decoro de su figura.

“Ni con la cresta arrancada -le dije- te arredrarías,

espectral, torvo y antiguo cuervo que vaga en la noche.

¿Cuál es tu nombre en la orilla plutónica de la noche?”.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.



Me sorprendió el ave necia al oírla hablar tan claro,

aunque nada me dijera su respuesta irrelevante,

pues no cabe duda alguna de que ningún ser humano

pudo nunca ver un pájaro posado sobre su puerta,

un ave o bestia en un busto, justo encima de su puerta,

con tal nombre: “Nunca más”.



Pero el cuervo, allí posado sobre el busto, solo dijo

dos palabras, cual si en ellas toda su alma condensara.

Nada más el cuervo dijo, no movió una sola pluma.

Hasta que yo susurré: “Otros amigos volaron.

Por la mañana él se irá, como mis sueños volaron”.

Dijo entonces: “Nunca más”.

  
Al ver el silencio roto por tan certera respuesta,

pensé: “Sin duda repite las palabras que aprendió

de un amo desventurado cuyas crueles desgracias

redujeron sus canciones a ese único estribillo,

un canto sin esperanza cuyo único estribillo

es: “Nunca más, nunca más”.



Como el cuervo aún convertía mis quimeras en sonrisas,

arrastré un mullido asiento frente al pájaro y la puerta;

y entonces, allí sentado, pensativo fui enlazando

una quimera con otra sobre aquella ave ancestral,

coligiendo qué decía la ominosa ave ancestral

al repetir: “Nunca más”.



En eso pensaba yo, aunque sin decirle nada

al pájaro cuyos ojos ardían dentro de mi pecho;

en eso y más yo pensaba, y sostenía mi cabeza

un cojín de terciopelo que el candil hacía brillar,

un suave cojín purpúreo que el candil hacía brillar

y que ella no usaría más.



El aire se hizo más denso: un invisible incensario

agitaban serafines de paso tintineante.

“Desventurado -exclamé-, Dios te envía con sus ángeles

un bálsamo, un elixir para olvidar a Leonor.

Bebe este dulce elixir para olvidar a Leonor”.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.



“Profeta -dije-, maligno, ya seas pájaro o demonio,

si el Tentador te ha enviado o te arrojó la tormenta,

impávido y desabrido, a este paraje desierto,

a esta mansión encantada por el horror, yo te imploro

que me digas si hay un bálsamo en Galaad, ¡yo te imploro!.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

  
“Profeta -dije-, maligno, ya seas pájaro o demonio,

por el cielo que nos cubre, por el Dios al que adoramos,

dile a esta alma consumida si en algún lejano Edén

verá un día a la doncella que llaman Leonor los ángeles,

a la radiante doncella que llaman Leonor los ángeles”.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.



“Con esas palabras vete, demonio o pájaro -dije-.

Regresa a la tempestad y a la plutónica orilla.

Y no dejes ni una pluma por testigo de tu engaño.

No rompas mi soledad y márchate de mi puerta.

De mi corazón el pico quita y vete de mi puerta.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.



Y el cuervo ya no alza el vuelo, todavía está posado

en el busto de Atenea que hay encima de mi puerta;

y sus ojos se me antojan los de un diablo soñador;

y la lámpara proyecta su negra sombra en el suelo;

y mi alma de esa sombra que yace negra en el suelo

no se alzará… ¡nunca más!

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